Francisco Javier Muñiz: Una vida dedicada a la medicina, la ciencia y el idealismo

El coronel Muñiz fue protagonista de una vida de película, caracterizada por su valentía, inteligencia aplicada a la ciencia y sentido de pertenencia a esta tierra.

Los 9.000 hombres del teniente general John Withelocke asaltan Buenos Aires el 5 de julio de 1807. Entre los defensores de la ciudad, formando parte del Regimiento de Andaluces, se encontraba un jovencito de 12 años llamado Francisco Javier Muñiz. Este joven participa de los duros combates en las calles aledañas a los corrales de Miserere y cae herido en una pierna por una bala enemiga. Su primera atención médica la recibe en el convento de San Francisco, lugar donde logran extraerle el proyectil. Su recuperación, tras la victoria sobre los ingleses, se haría al cuidado de sus padres, en sus pagos de la Costa del Monte Grande (hoy partido de San Isidro, provincia de Buenos Aires).

Sus pasiones, desde joven, fueron la carrera de las armas, la literatura y las ciencias. Es decir, en sus planes estuvo siempre ser soldado, escritor e investigador. Por aquel entonces, el Dr. Cosme Argerich, quien ya había atendido heridos durante las invasiones inglesas, había sido uno de los promotores de la creación del Instituto Médico Militar, al cual ingresa el joven Muñiz en 1814, junto a otros nueve estudiantes, para comenzar un programa de estudios de seis años. Los últimos exámenes los hace en 1822, cuando este instituto ya formaba parte de una organización aún mayor: la Universidad de Buenos Aires.

A principios de 1825, lo encontramos como cirujano del Cantón de la Guardia de Chascomús, que, junto al Regimiento de Coraceros de Buenos Aires del coronel Juan Lavalle, tenía como misión proteger la zona de los ataques de los pueblos aborígenes sobre los asentamientos existentes. Su labor como médico la ejerció con todo aquel que necesitaba atención, sin reparar en que fuesen amigos o enemigos. En sus tiempos libres, y como paleontólogo, se dedicaba a la búsqueda de restos fósiles, y llegó a encontrar, a orillas de la laguna de Chascomús, un gliptodonte y un gran armadillo, especie que no era conocida hasta entonces.

Tras un período de prácticas médicas y estudio de ciencias naturales, es llamado nuevamente a integrar las filas del Ejército, esta vez como cirujano principal y con la jerarquía de teniente coronel, para integrar el Ejército que enfrentaría al Imperio del Brasil. Participa en todas las acciones. En una de ellas, la victoria de Ombú, el mismo general Alvear, quien era el comandante, lo felicita por la forma en que había organizado y empleado los 32 carros cubiertos de cuatro ruedas que constituían el hospital de campaña. Pero será en la batalla de Ituzaingó en la que es puesto a prueba todo lo hecho hasta el momento. El triunfo de las armas argentinas tuvo su precio en sangre: 147 muertos y 256 heridos. Estos últimos abarrotaron los carros de sanidad, y debieron improvisarse más lugares de atención de heridos. Fueron tres días en que todo el personal de sanidad no descansó un minuto para aliviar a los heridos en el campo de batalla. Esto le valió el reconocimiento, plasmado en la entrega de los “Cordones y Laureles de Ituzaingó”, además del escudo de la República.

En septiembre de 1828, contrae matrimonio con Ramona Bastarte. Es nombrado médico de la policía de la Villa de Luján, lugar donde pasaría 20 años. Allí, sería el encargado de aplicar la vacuna antivariólica a todo el departamento: unos 6.000 pobladores en total. En varios negocios de Luján, hizo colocar estos carteles: “A todos los pobladores del departamento. Quien padezca viruela o escarlatina puede comunicarse con el Doctor Francisco Muñiz, de la Villa de Luján, quien le atenderá y entregará asimismo las medicinas que necesite, gratis”. Tal era el espíritu altruista y solidario de Muñiz. En Luján, nacerían sus ocho hijos, siendo este un tiempo muy feliz en el plano familiar.

Siempre se mantuvo muy activo como estudiante. Logró graduarse como doctor en medicina y recibió premios y distinciones de instituciones nacionales y extranjeras. No obstante, nunca dejó de lado su pasión por la literatura y la paleontología, y siempre encontraba huesos “aquí y allá” para ser catalogados y estudiados.

A los 53 años, regresa a Buenos Aires, e incursiona en la política, a la vez que se dedica a la enseñanza de la medicina. Llega también justo para participar en otra batalla decisiva de la vida nacional: la de Caseros, el 3 de febrero de 1852. Estaría del lado del general Rosas, defendiendo la capital, que cae junto al gobierno de éste.

Sigue activo en la política (sería diputado nacional y senador provincial). Más tarde, como “autoconvocado” a través de una carta que le envía al general Mitre, se ofrece como cirujano del Ejército para formar parte de las fuerzas porteñas que se opondrían a Urquiza. Estaba próximo a cumplir 64 años. Como cirujano principal del Ejército en Operaciones, participaría de la batalla de Cepeda, el 23 de octubre de 1859. La experimentada caballería del general Urquiza decide la batalla, poniendo en fuga a los porteños, que dejan en el campo de combate unos 100 muertos. Los heridos son muchos, todos ellos asistidos por Muñiz, sus médicos y enfermeros.

Pero su participación como militar no había aún terminado. Cuando se desencadena la guerra de la Triple Alianza, en 1865, ofrece nuevamente sus servicios como médico militar. Por entonces tenía 70 años. A su llegada a Paso de los Libres, fue recibido por el mismísimo general Mitre, quien lo nombra cirujano, pasando a la sala de curaciones donde se agolpaban los heridos en combate. Entre otras acciones, Muñiz elaboró un plan médico para mejorar las condiciones de higiene y alimentación de las tropas, con lo cual disminuyeron las enfermedades que tanto afectaban a los soldados.

Toma parte en varios combates y batallas, entre ellas la de Curupaytí, el 22 de septiembre de 1866, oportunidad en que debe clasificar y asistir combatientes mutilados por la metralla y el fuego de fusilería paraguaya. Será en esta acción en la que cae su hijo Javier Francisco, quien integraba las filas nacionales. Estando en Corrientes, toma conocimiento de la muerte por enfermedad de su amada esposa.

Ya retirado a la vida privada en Buenos Aires, llega la epidemia de fiebre amarilla. La ciudad contaba por entonces con unos 200.000 habitantes (el censo de 1869 había registrado que la provincia de Buenos Aires contaba con 495.107 habitantes, de los que 187.346 vivían en la ciudad capital). En un solo, año fallecieron unas 14.000 personas. Los hospitales tenían colmadas sus capacidades. Muchos abandonaron la ciudad con la intención de alejarse de esta enfermedad, uno de cuyos primeros síntomas era una especie de vómito negro. Estando en una quinta en las afueras, Muñiz, que ostentaba el grado de coronel, asiste a un joven cuya familia había perecido recientemente de fiebre amarilla, y se contagia. Fallece el 8 de abril de 1871, a los 75 años. Sus restos descansan en el cementerio de la Recoleta.

El Hospital de Enfermedades Infecciosas de la ciudad de Buenos Aires lleva su nombre desde 1904, tal vez el mejor homenaje que se le pudo hacer a este hombre cuya pasión por la milicia, la medicina, la investigación y el deber cívico lo llevó tanto por campos de batalla como por yacimientos fósiles, aulas y hasta bancas políticas. Sin lugar a dudas y por sobre todo, vemos en el coronel Muñiz a un hombre de acción, generoso y solidario, a tal punto que su muerte hizo honor al juramento hipocrático de todo médico.

 

Por el general de brigada Sergio Maldonado, Miembro del Instituto Argentino de Historia Militar.

Fuente: argentina.gob.ar