La Joya de la familia

El chirrido de un violín desafinado resonaba en el vacío del caserón. El clap clap de las chancletas de Lalia acompañaba sus pasos por la escalera, que además tenía sus propios sonidos en el crujido de los peldaños de madera. La baranda torneada y ya sin lustre se movía y parecía que amenazaba la seguridad del tránsito, pero Lalia, a pesar de sus años y su artrosis parecía ignorarla y se movía con indolencia y costumbre, sin reparar además, en el riesgo de subir y bajar en chancletas arrastrado los pies.

Arriba en el estudio, la figura de una mujer se recortaba contra la claridad de la ventana, flaca y medio desgarbada, moviendo el arco sobre las cuerdas, haciendo el mínimo caso al sonido irritante que surgía del violín, que para ella era muy importante, y era considerado “la joya de la familia”. Lalia entró y dejó sobre la mesita una taza de té y un plato con dos tostadas, le prodigó una mirada compasiva, porque el horroroso sonido que salía era entre irritante y áspero, y volvió a bajar la escalera, clap clap clap, al son de sus chancletas. Se metió en la cocina a empezar con la cena, pero sobraba tiempo, eran sólo ellas dos en esa casa grande y cargada de recuerdos. Algunos se habían ido, otros habían muerto, y ella cuidaba de la niña Clarita, ahora mujer, la que fuera la consentida, que se empeñaba en arrancarle algo agradable a aquél viejo violín, que fuera del abuelo, y en sus manos, en tiempos de bonanza, sonaba como un pájaro y aleteaba como una mariposa.

Pero el esplendor pasó y sólo contaban con una renta muy modesta que recibían del local del centro, donde funcionaba una tabaquería histórica, que ya era parte del paisaje y que cada vez vendía menos.

El viejo violín había quedado en la casa y ningún hijo o nieto se había interesado en él hasta que llegó a manos de Clarita, que era una intérprete mediocre, a pesar de los esfuerzos de varios profesores, que además trataron  de afinarlo  pero nunca fue posible que emitiera sonidos claros y armoniosos.

Clarita era el último vestigio se esa familia que se había ido diluyendo en el tiempo, y a sus 40 años, inmadura y con dificultades de socialización y aprendizaje, estaba al cuidado de Lalia.

Lo que Clarita no sabía, es que ella en realidad era hija de Lalia y de Don Santiago, al que creía su abuelo, que en un desliz de sus años seniles había tenido un amorío, más bien había apremiado a la nueva mucama, Eulalia, y que a cambio de silencio y bienestar había  a incorporado a la niña a la vida familiar como si fuera su nieta, aunque nadie cuestionó su origen porque era palabra del abuelo Santiago.

El hecho es que en este punto ya nadie develaría ese secreto, sólo Lalia lo sabía y se había prometido no revelarle la verdad a su hija, una verdad que si bien hubiera sido necesaria y obligatoria, ella creía que no aportaría más que confusión y desasosiego a su alma,  que vivía en un mundo de diferentes, pero de puro amor e inocencia.

Una tarde de un día que había amanecido raro, como inquietante y nervioso, la violinista tuvo un episodio de angustia y enojo, tal vez porque no lograba sacar algo agradable de aquel trozo de madera, y lo estrelló contra el piso. Se rompió en varios pedazos, algunos de los cuales no se desparramaron porque quedaron sujetos por dos cuerdas, y los otros, que se cortaron, dibujaban extrañas filigranas en el aire, que partían del estropicio. Clari rompió en llanto por la frustración de no hacerlo sonar bonito y la angustia de haberlo roto.

Las chancletas de Lalia resonaban en la escalera y el corredor hasta que se detuvieron en la puerta del estudio. Contemplando la escena, sólo atinaba a consolarla haciendo caso omiso a los pedazos de violín y al aliento de historia que de ellos emanaba.

La acurrucó en su pecho acariciándole el pelo con toda la dulzura de la que era capaz, para tratar de redimir tantos años de secreto, que todos sabían, pero era mandato ocultar.

Cuando sintió que el golpeteo de su corazón disminuía la llevó al baño y la metió a la bañera en un remojo cálido y perfumado a la lavanda, que siempre había sido el bálsamo tranquilizador. En ese momento de amorosa intimidad con su niña de 40 años, hubiera querido hablarle de sus historias, pero Clari no estaba en condiciones emocionales de comprender semejante revelación y se calló nuevamente, pensando que tal vez se llevaría consigo ese silencio de toda una vida. Para relajarla le dio un vaso de leche tibia y la arropó en la cama, cantándole su canción de siempre, hasta que se durmió.

A la  mañana siguiente, antes que despertar a Clari, fue hasta el estudio a juntar los pedazos de la crisis para ver si podría enviarlo a arreglar; era un verdadero desastre y no creía que aquellos trozos pudieran emitir aunque sea un triste sonido.

Entre los restos algo le llamó la atención, pegada en el interior de la caja había una bolsita de pana roja atada con un cordón. Con intriga y con miedo despegó la bolsita del trozo de madera y abrió el cordón; puso la mano y la volcó sobre su palma. Cayeron dos pedacitos de vidrio brillantes y Lalia no entendió. En el fondo de la bolsita había nota que reconoció como de puño y letra de Don Santiago; en ella decía que esa era la herencia que le dejaba a su hija, dos diamantes, para que nunca tuviera que preocuparse por su futuro.
A Lalia se le llenaron los ojos de lágrimas y no supo si ahondar su odio por aquel hombre o enviarle un pensamiento de gratitud.

Compraron un nuevo violín al que Clari empezó a arrancarle dulces armonías y guardaron los restos del viejo en un cofre. Lalia se contactó con un escribano para que manejara la pequeña fortuna cuando ella faltara y se hizo benefactora de una institución de guarda donde iría a vivir su hija llegado ese momento.

Aquel viejo violín cumplió su cometido: era la “joya de la familia”

 

 

 

Por Diana Nora La Sala – Escritora

Actriz, Cantante y artesana en distintos estilos

 

 

 

 

 

 

 

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