El Paraguas Rojo
Miraba por la ventana que le ofrecía un paisaje urbano dibujado por las gotas que escurrían en el vidrio. Dos persianas de tipo postigón, altas, que empezaban a oxidarse, le enmarcaban el cuadro
de una calle mojada que reflejaba las luces y era transitada por decenas de autos, colectivos y taxis, y un puñado de paraguas, casi todos negros salvo alguno azul o a cuadros. De pronto uno rojo, en medio de ese mar oscuro, le llamó la atención. Era un pétalo perdido en una recia tormenta opaca y fiera. Una diminuta figura se protegía bajo esa gota viva y fulgurante, y trataba con mucho esfuerzo que el viento no la llevara, con todo y paraguas, a volar por espacios que no fueran su destino, y la dejaran como una hoja seca, al borde de una alcantarilla.
Tuvo el impulso de ir a ayudarla…pero tenía que bajar dos pisos por la escalera de mármol, blanco como la muerte; agarrándose de la baranda de bronce, fría como la muerte, y enfrentarse a la tormenta, implacable como la muerte…Su salud no era precisamente algo que le sobrara y desistió de su impulso. Se sintió mareado y se sentó un momento en su viejo sillón de cretona raída y sin colores, para recuperar el aliento, pero cuando volvió a la ventana ya no vio la pequeña mancha roja en el mar negro de paraguas equilibristas.
Su casa estaba arruinada, como él; el papel de las paredes, cada vez más gris, empezaba a despegarse en las uniones que de todos modos nunca habían sido perfectas y los dibujos no coincidían.
La alfombra mostraba manchones de volcaduras varias y zonas donde empezaba a pelarse. Los viejos muebles de roble heredados de sus padres, también acusaban el paso del tiempo, algunas sillas se estaban destartalando y el escritorio tenía un par de libros de sostén para cubrir su renguera. Las cortinas, que fueran blancas, ahora eran ahumadas y estaban empezando a rajarse a fuerza de soles durante cuarenta años. En realidad todo se estaba deteriorado, como él, que era un solitario sin planes de futuro, más allá que el de su propio deterioro. Era un triste empedernido y hasta parecía que disfrutaba su tristeza. Nunca había tenido amigos, salvo algún compañero de trabajo, y ya hacía diez años que lo habían pensionado por su precaria salud. Una novia?… mucho menos! … su timidez era tan cerrada que de solo pensar en la cercanía de una mujer, se ponía a temblar y transpirar.
Esa noche, que no era tan tarde, sino noche, porque era invierno, viendo la lluvia y la gente urgida bajo sus paraguas, había pensado en su soledad extrema mirando aquel diminuto punto rojo que el viento parecía querer llevarse.
Tocó un invierno muy lluvioso y había tormenta cada dos o tres días. Eduardo salía muy poco, sobre todo porque no le era fácil lidiar con los dos pisos de escalera, y el clima de ese agosto le cerraba aún más las posibilidades. Pasaba casi todo el día mirando por la ventana y empezó a hacérsele necesario ver la ansiada gota roja bamboleándose al viento, intentando cruzar la calle.
Cuando no llovía trataba de reconocer entre la gente a la que llevaba aquel paraguas los días de lluvia. Pero era imposible descubrir cuál era ella, todas le parecían iguales y posibles…pelo corto…pelo largo…con falda o maletín…cuál sería? Esa búsqueda se estaba convirtiendo en una obsesión. Algunas veces hasta se olvidaba que era hora de comer y otras no quería ni dormir; perecía que esa pesquisa era lo único que lo mantenía en pie, aunque cada vez estaba más flaco y debilitado. Algunas noches se sentía febril, y otras tan acalorado que abría la ventana y respiraba el aire helado.
Volvía a llover y el enorme manto que se movía bajo su ventana estaba coronado por aquel misterioso botón rojo, como siempre, pero esa vez, decidió bajar. No sabía muy bien qué extraña fuerza lo transportaba sobre los escalones, llegó a la calle sin darse cuenta y lo despabiló la lluvia sobre la cara. Caminó entre la gente buscando a la mujer del paraguas rojo. Sintió que lo empujaban y atropellaban, todos corrían para refugiarse lo antes posible, y divisó entre los demás aquella lágrima encarnada; se acercó tembloroso por la emoción y la mojadura y ella le regaló su mejor sonrisa, le dijo que estaba esperando que bajara algún día de su ventana-prisión, le ofreció la mano y se fueron caminando bajo la lluvia. Ella cerró su paraguas y una diminuta gota roja comenzó a correr bajo la nariz de Eduardo.
Por Diana Nora La Sala – Escritora
Actriz, Cantante y artesana en distintos estilos
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